Scaramouche
De fondo se escuchaban los acordes de un candombe potente. El Rey Momo había llegado con todo su esplendor. Como un río desbocado, mojaba a todos con su dicha efímera, su alegría ficticia.
En el patio de la kermese cruzaron sus miradas. La de ella dulce. La de él roja, feroz. Colombina bajó la vista y comenzó a caminar hacia la pista de baile. Ahora los tambores resonaban cercanos, violentos.
Scaramouche la seguía, con gestos ampulosos, blandiendo su espada de madera. Colombina miraba hacia atrás y reía, sin dejar de caminar.
La muchacha abrió la puerta y se detuvo, sosteniéndola como quien invita a pasar. Luego la soltó bruscamente y con una pícara sonrisa entró corriendo al baile.
El hombre corrió tras ella. La buscaba. Por fin la vio. Colombina se escurría como agua entre los dedos: detrás de Arlequín, entre una pareja de danzarines, sobre la fonola, mezclada con la orquesta. Scaramouche la perseguía infructuosamente. Ella no se dejaba atrapar.
Ante el retumbar de los tambores, el hombre empezó a bailar. El eterno bromista se contorsionaba en la pista, para diversión de todos los presentes. Pronto se armó un círculo a su alrededor y el enmascarado, en su centro, continuaba bailando como enloquecido.
Colombina sintió curiosidad por ese hombre que se movía con la gracia de un artista, con la esquizofrenia de un demente. Temía abortar su danza fatal, Scaramouche se movía como un poseido. Saltaba, giraba, se retorcía, se tiraba al suelo, se desgarraba. Muy gracioso, pero ya era demasiado.
Los tambores comenzaron a silenciarse. Fueron reemplazados por los melosos vientos de una típica de jazz.
Entonces ella aprovechó para acercarse hasta el hombre que, extenuado, con la camisa empapada, la miraba fijo a los ojos.
Colombina lo tomó de las manos. Sin decir una palabra salieron otra vez al aire libre.
Caminaron entre árboles, alejándose de la multitud.
Se miraron con exceso. Colombina, sonrió ante esos ojos rojos.
Levantó sus brazos hacia la cara del muchacho. Le acarició el mentón. Estrechó sus manos tras la nuca. Lentamente, le fue quitando la máscara.
En ese rostro desnudo, en esa cara anulada, Colombina vio tanta angustia, tanto dolor, tanta desolación, tanta vergüenza, tanta necesidad, que comenzó a llorar, conmovida.
Entonces lo abrazó, puso la cabeza contra su pecho y le brindó consuelo.
En el patio de la kermese cruzaron sus miradas. La de ella dulce. La de él roja, feroz. Colombina bajó la vista y comenzó a caminar hacia la pista de baile. Ahora los tambores resonaban cercanos, violentos.
Scaramouche la seguía, con gestos ampulosos, blandiendo su espada de madera. Colombina miraba hacia atrás y reía, sin dejar de caminar.
La muchacha abrió la puerta y se detuvo, sosteniéndola como quien invita a pasar. Luego la soltó bruscamente y con una pícara sonrisa entró corriendo al baile.
El hombre corrió tras ella. La buscaba. Por fin la vio. Colombina se escurría como agua entre los dedos: detrás de Arlequín, entre una pareja de danzarines, sobre la fonola, mezclada con la orquesta. Scaramouche la perseguía infructuosamente. Ella no se dejaba atrapar.
Ante el retumbar de los tambores, el hombre empezó a bailar. El eterno bromista se contorsionaba en la pista, para diversión de todos los presentes. Pronto se armó un círculo a su alrededor y el enmascarado, en su centro, continuaba bailando como enloquecido.
Colombina sintió curiosidad por ese hombre que se movía con la gracia de un artista, con la esquizofrenia de un demente. Temía abortar su danza fatal, Scaramouche se movía como un poseido. Saltaba, giraba, se retorcía, se tiraba al suelo, se desgarraba. Muy gracioso, pero ya era demasiado.
Los tambores comenzaron a silenciarse. Fueron reemplazados por los melosos vientos de una típica de jazz.
Entonces ella aprovechó para acercarse hasta el hombre que, extenuado, con la camisa empapada, la miraba fijo a los ojos.
Colombina lo tomó de las manos. Sin decir una palabra salieron otra vez al aire libre.
Caminaron entre árboles, alejándose de la multitud.
Se miraron con exceso. Colombina, sonrió ante esos ojos rojos.
Levantó sus brazos hacia la cara del muchacho. Le acarició el mentón. Estrechó sus manos tras la nuca. Lentamente, le fue quitando la máscara.
En ese rostro desnudo, en esa cara anulada, Colombina vio tanta angustia, tanto dolor, tanta desolación, tanta vergüenza, tanta necesidad, que comenzó a llorar, conmovida.
Entonces lo abrazó, puso la cabeza contra su pecho y le brindó consuelo.
9 Comments:
Como siempre, me hiciste emocionar. me encantoooooo!!!!!!!
By Anónimo, at 11:42 p. m.
Me gustó mucho. Esta muy bueno. Tiene la onda de los cuentos del primer libro. Exitos.
By Anónimo, at 11:46 p. m.
Guau. Tierno.
By Anónimo, at 11:58 a. m.
Que no se apaguen las bombitas amarillas...
By Loli, at 7:35 p. m.
Muchas gracias a todos.
By Scaramouche, at 8:55 a. m.
Onda Luna de Avellaneda. Está bueno.
By Anónimo, at 9:42 a. m.
Otra, otra!
By Anónimo, at 9:47 a. m.
Scara: (permítame el apócope)linda escena de amor, sentimiento que nos ¿mejora? a todos. Colombina, entre nos, es medio histérica, seguro que lo dejó incandescente al pobre futuro murguista.
By Anónimo, at 5:33 p. m.
Y si, amigo Juan. Colombina siempre prefirió a Pierrot.
By Scaramouche, at 5:46 p. m.
Publicar un comentario
<< Home