La vida está en otra parte

lunes, diciembre 19, 2005

La rebeldía de un número 4

Hacía mucho que no posteaba alguno de mis cuentos. Decidí postear éste aunque es un poquito largo, porque me dio muchas satisfacciones. Fue publicado en el diario deportivo Olé el viernes 29 de abril de 2005. espero les guste:

La rebeldía de un número 4

La vi venir hacia mí, como una novia. Blanca y radiante. Bueno, en realidad ni tan blanca ni tan radiante, ya que tenía bastante uso, pero en ese momento, la vi de esa manera. Cortando el aire con su vuelo majestuoso y sin alas.
Me pareció una alucinación, o al menos un error. ¿Quién se iba a atrever a meter semejante cambio de frente, casi en la puerta de nuestra propia área? Pero el asunto es que ella viajaba sin boleto, como polizonte, buscándome. Si me apuran, creo que hasta me sonrió antes de llegar.
Habrá durado un par de segundos, no más, aunque me parecieron una eternidad. Pude ver la cara de Raúl, el centrohalf, pidiéndomela antes de que me llegue. Escuché el grito del Rana, nuestro arquero: “¡reventala!”. Oí a mi espalda a Don Chicho, el deté, acomodando al resto de la defensa, al tener la plena seguridad de que me sobraría y si ellos sacaban rápido, quedaríamos mano a mano. También pude divisar el brazo levantado de Superman, que la pedía desde el campo contrario, como si uno fuera Mandrake, para poder, desde mi posición, ponérsela en la cabeza.
Sin embargo yo estaba tranquilo. Sabía lo que debía hacer. O mejor dicho lo que no debía, pero iba a hacer.
Seguramente fue un error. Nadie tira un cambio de frente en ese lugar de la cancha. Y mucho menos a un marcador de punta. Y cuando digo marcador de punta digo eso: MARCADOR DE PUNTA. Que quede bien en claro, nada de lateral, ni carrilero por derecha, ni ninguna de esas fantochadas modernas. Yo soy cuatro. Marco, me tiro al piso, corro, le muerdo los tobillos a los rivales, les insulto a la vieja, me peleo con los linesman. Esa es mi función y la cumplo obediente, sin chistar.
Por eso cuando vi que me llamaba desde las alturas, que requería de mi compañía, que me miraba con esos gajos sensuales, engrasada y con ese afrodisíaco olor a pasto, no me pude resistir.
“Que se vayan todos a la mierda”, pensé. Y entonces me dispuse a sacar mi yo reprimido. Sentí que a pesar de haberla maltratado tanto, ella también me quería, aunque sabía en mi interior, que no tanto como yo a ella.
Apenas me tuve que elevar un poco, cuando llegó. Percibí el terror de mis compañeros, esperando el inevitable rebote contra mi humanidad y que posteriormente saldría disparada para cualquier parte como un resorte. Pero repito, yo estaba tranquilo. Confiaba en mí, porque ella decidió confiar en mí, y ni con una orden judicial me iban a hacer cambiar de opinión.
Arqueé los hombros y la maté contra el pecho para que caiga mansa y tranquila bajo mi botín derecho. Levanté orgulloso la cabeza, el Laucha que juega de ocho delante mío¾ me la reclamaba como a una deuda de honor. Yo no me resignaría a entregarla tan fácilmente. Era mía por derecho propio, era mía porque ella así lo quiso.
Continué con mi carrera, acariciándola apenas, cabeza erguida y espíritu templado. Es cierto que conté con la complicidad del wing de ellos que no se dignó a perseguirme, ni siquiera intentar molestarme, tal vez por desidia, tal vez porque intuía que mi esfuerzo era vano e inútil.
Seguí por mi franja, cuando Raúl me ordenó: “¡acá, al medio!”, pero a esa altura ya estaba sordo. Aproveché que Pitufo corrió hacia la derecha y se mandó un pique, esperando el centro y con él se llevó un par de contrarios a la rastra.
Fue entonces que cambié de ritmo. Enfilé en diagonal hacia el medio y a toda velocidad, con un solo objetivo en la mente: el arco. Pronto estuve sitiado por un montón de rivales que trataban de impedir mi cometido.
Con una tranquilidad pasmosa, giré levemente a la izquierda, la amasé, y me la llevé de taco entre la maraña de piernas que intentaban derribarme.
Ahora sí, había quedado frente al arquero. Detrás de mí sentía el galopar del dos y del seis de ellos, que venían como los bomberos, apresurados a apagar el incendio. Sabía que Pitufo se abría a mi derecha y Superman a mi izquierda, pero ya era una cuestión personal. Mis rivales y mis compañeros ya no contaban para nada.
Enfrenté al uno, que esperaba un burdo disparo, arrodillándose y haciendo la de Dios. “¡Pateá!”, gritó Superman, “¡pegale!”, ordenó Don Chicho, “¡matalo!”, pidió el Laucha. Pero no, yo ya había decidido hacerla completa. Con el portero inmóvil por delante, ensayé una gambeta, cambiando de un pie al otro, mientras lo dejaba atrás, mirando la nada.
Entonces quedé solo con el arco vacío. Y después de semejante hazaña, no podía concluir el asunto con un simple patadón. No sería digno de un caballero como yo, abandonarla allí adentro, solitaria en la red.
Me propuse que entraríamos juntos al paraíso. Que traspondríamos juntos la raya, para luego volver con ella acunada entre mis brazos, recibiendo abrazos y felicitaciones.
De pronto sentí en mis oídos como si tocaran la marcha turca, y todo un ejército se preparara para fusilarme, sin embargo era sólo el cuatro de ellos, que venía hacia mí desde mi flanco izquierdo, en su loca carrera.
Fue como reconocerme a mí mismo. Hizo lo que yo estaba acostumbrado a hacer. Desplegó todos los manuales del marcador, me dio una lección, un baño de humildad. Se lanzó con los tapones de punta, dejando a su paso una zanja más profunda que la de Alsina y me chocó justo sobre las canilleras.
Me pareció escuchar a mis compañeros dedicarme un responso mientras volaba despatarrado por el aire. Caí pesadamente, “¡penal!”, grité, “penal”, supliqué. Mientras el árbitro ordenaba “¡siga siga!”, el cuatro despejaba el peligro de un violento voleo de derecha.
Levanté la vista y me pareció que me observaba sonriéndose una vez más. “Yo no soy para vos”, parecía decirme mientras se alejaba por los aires, orgullosa, casquivana.

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