La vida está en otra parte

viernes, septiembre 30, 2005

Guía para el fin de semana

Viernes de sol. Pinta lindo.

Actividades, opciones:

Andar en bici por la costanera de Vicente López
Tomar mate en la Agronomía
Hacer gimnasia en Palermo
Santelmear
Ir a ver Tiempo de valientes (estuve en la presentación del martes pasado y me reí mucho)
Ir a ver El aura
Ir a ver Vidas cruzadas (Sandra Bullock me llama)
Leer a Kundera
Leer a Onetti
Leer Ñ

Se aceptan sugerencias.

jueves, septiembre 29, 2005

Hoy no hay cuento

Armé este blog con la intención de poder expresarme. Elegí llamarlo "La vida está en otra parte", en homenaje a Milan Kundera, y volcar en este espacio, algunos de mis cuentos para compartir.
Pero hoy no hay cuento.
Quiero reflexionar sobre el título del blog. ¿Dónde está la vida?
Seguramente no en ésta oficina absurda donde me marchito día a día. ¿En dónde, entonces?
Lo mismo que yo pensarían las costureras de la fábrica que visité ayer por la mañana. La vida no está en una máquina de coser.
Tampoco en el subterráneo, afirmará el motorman de la línea B.
La vida está en otra parte.
Claro que ya llegará el fin de semana para santelmear, para llenar los pulmones de aire, para creerme que encontré la clave.
La rueda sigue. Y la vida está en otra parte.

miércoles, septiembre 28, 2005

Oferta

De vez en cuando tenía ciertos momentos de lucidez, y éste era uno de ellos.
No llegaba a comprender donde estaba, no podía reconocer sus muebles, sus pertenencias. Todo le resultaba desconocido: la vieja lámpara de pie, el antiguo candelabro de plata, el rasgado sillón Luis XV. Definitivamente, no eran sus cosas. Algo funcionaba mal.
Sin embargo se sentía lúcida, lejos de aquellos desvaríos que la atacaban frecuentemente y que la hacían desfallecer.
Se levantó del sillón de pana verde en que se encontraba reposando, y caminó entre objetos de bronce, estatuas de mármol y otros cachivaches. ¿Dónde estaba? Pasaba esquivando muebles viejos que le recordaban aquellas épocas de su juventud, de tertulias y tardes de tejido.
Salía por una puerta, ingresaba por otra, pero todos los ambientes se encontraban a oscuras, lo que le provocó más de un tropezón. Ella le echó la culpa al fracaso de la última operación de cataratas, sin embargo el problema era que las luces se encontraban apagadas y no atinaba a dar con la tecla para encenderlas.
Cansada, se sentó sobre un taburete. Girando su frágil cuerpo sobre el mismo, se encontró ante una lustrosa pianola que la invitaba a acompañar su soledad con un poco de música. Intentó algunos acordes de Para Elisa, pero el reuma de sus dedos cansados le hizo desistir del intento.
Volvió a pararse y recorrer un poco más el lugar.
Mirando hacia el techo vio una figura de ángeles tallada sobre la ventana cerrada. Esa imagen le recordó un lugar: era la vidriera de aquella casa de empeños a donde su nieto la había llevado engañada unos años antes y le vendió todas sus joyas.
Sí, no cabían dudas, era ese lugar. El negocio debería estar cerrado, por eso las luces estaban apagadas y desde la vidriera, una cortina metálica le impedía ver la calle. ¿Pero que hacía ella allí?
Mientras pensaba, se sentó nuevamente en el sillón de pana verde, acomodándose el cartelito que le colgaba del cuello y que decía con letra prolija: Oferta $ 49,90.

martes, septiembre 27, 2005

Microcuentos

El mendigo bebió el vaso de un trago. La muchedumbre lo rodeaba esperando que se recomponga. Sentado en el cordón de la vereda, con parsimonia, el hombre los miró a través del cristal del vaso. Vio sus caras grotescamente deformadas, sus expresiones ridículas. Y ya no se sintió tan mal.
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Ella cruzó la calle, lo saludó e insistió en que eran viejos amigos. Él aseguró no reconocerla y se disculpó con una tibia sonrisa. Cuando la mujer se alejaba, el hombre la miró con desdén, repitiendo entre dientes: María, María, María, María.
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La cripta indicaba: “Aquí yace uno que no fue feliz”. Nadie conoce su nombre, pero si sus sensaciones.
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Se sentó en el último asiento doble, del lado del pasillo, junto a una bonita chica que miraba distraida por la ventanilla. El colectivo frenó bruscamente. Sus muslos se rozaron accidentalmente. Sintió algo en su pecho. Algo inexplicable, grato, casi pasional. Ella se movía inquieta, pero no se apartaba.

jueves, septiembre 22, 2005

Scaramouche

De fondo se escuchaban los acordes de un candombe potente. El Rey Momo había llegado con todo su esplendor. Como un río desbocado, mojaba a todos con su dicha efímera, su alegría ficticia.
En el patio de la kermese cruzaron sus miradas. La de ella dulce. La de él roja, feroz. Colombina bajó la vista y comenzó a caminar hacia la pista de baile. Ahora los tambores resonaban cercanos, violentos.
Scaramouche la seguía, con gestos ampulosos, blandiendo su espada de madera. Colombina miraba hacia atrás y reía, sin dejar de caminar.
La muchacha abrió la puerta y se detuvo, sosteniéndola como quien invita a pasar. Luego la soltó bruscamente y con una pícara sonrisa entró corriendo al baile.
El hombre corrió tras ella. La buscaba. Por fin la vio. Colombina se escurría como agua entre los dedos: detrás de Arlequín, entre una pareja de danzarines, sobre la fonola, mezclada con la orquesta. Scaramouche la perseguía infructuosamente. Ella no se dejaba atrapar.
Ante el retumbar de los tambores, el hombre empezó a bailar. El eterno bromista se contorsionaba en la pista, para diversión de todos los presentes. Pronto se armó un círculo a su alrededor y el enmascarado, en su centro, continuaba bailando como enloquecido.
Colombina sintió curiosidad por ese hombre que se movía con la gracia de un artista, con la esquizofrenia de un demente. Temía abortar su danza fatal, Scaramouche se movía como un poseido. Saltaba, giraba, se retorcía, se tiraba al suelo, se desgarraba. Muy gracioso, pero ya era demasiado.
Los tambores comenzaron a silenciarse. Fueron reemplazados por los melosos vientos de una típica de jazz.
Entonces ella aprovechó para acercarse hasta el hombre que, extenuado, con la camisa empapada, la miraba fijo a los ojos.
Colombina lo tomó de las manos. Sin decir una palabra salieron otra vez al aire libre.
Caminaron entre árboles, alejándose de la multitud.
Se miraron con exceso. Colombina, sonrió ante esos ojos rojos.
Levantó sus brazos hacia la cara del muchacho. Le acarició el mentón. Estrechó sus manos tras la nuca. Lentamente, le fue quitando la máscara.
En ese rostro desnudo, en esa cara anulada, Colombina vio tanta angustia, tanto dolor, tanta desolación, tanta vergüenza, tanta necesidad, que comenzó a llorar, conmovida.
Entonces lo abrazó, puso la cabeza contra su pecho y le brindó consuelo.